Welcome to the Charry Funding Organization

Los extraños anales de Júlia (1ª parte)

Inicio / Blog
dudestime March 6, 2023 2 Comments

Los extraños anales de Júlia (1ª parte)

El culo me empezaba a doler de verdad. Después de correrme se me suele cerrar, y ya hacía unos minutos que yo había terminado. Sin embargo, el negro que tenía a mi espalda me lo seguía follando a una velocidad increíble. Como ya me estaba dando el bajón y él no daba el más mínimo síntoma de desfallecer, decidí ayudarlo un poco, abriendo y cerrando el agujero de mi culo a pesar del dolor, y empujando mis caderas contra él con todas mis fuerzas.

– ¿Te gusta? ¿Te gusta mi culo? ¡Fóllatelo, vamos, más fuerte, cabrón! -le gritaba- ¡Rómpeme el culo con ese pollón que tienes!

Y menudo pollón tenía. Justo lo que hacía tiempo que andaba buscando: la polla más grande que encontrara para que me follara el culo. Era como una excentricidad romántica, la gran despedida al tipo de vida del que estaba tan harta, pero que no quería dejar sin cumplir una de mis fantasías. 27 centímetros de largo y 18 de perímetro me parecieron la mayor despedida que pude encontrar, sin duda lo más grande que he tenido delante.

Agradecí a los dioses cuando aquella bestia se corrió dentro de mi culo maltrecho, pese que se dejó caer sobre mi, aplastándome contra el colchón, respirando un aire caliente, fuertemente viciado por un olor penetrante a sexo y a sudor. Noté cómo poco a poco esa polla se deshinchaba dentro de mi, y lo hice salirse antes de que se le resbalara el condón XXL que hacía 3 meses que llevaba encima.

Cuando se levantó y fue al baño noté alivio y frescor; por el aire contra mi piel empapada, por mi culo abierto, por la vida que estaba dispuesta a llevar a partir de ahora, sorprendiéndome a mi misma por no sentir ningún miedo. Era justo lo que quería hacer.

Pero todo esto empezó realmente hará trece años. Siempre sola en casa por las tardes, hacía rebotar una pelota de tenis al suelo con fuerza, para que llegara hasta el techo, paseando de esta forma por todo el piso. ¡Me llega a pillar mi madre y me mata! Arriba y abajo con la pelota… Por el pasillo, el comedor, el despacho, la habitación de mis padres… Y ahí fue dónde la pelota rebotó en el techo cayendo encima del armario.

Cogí una silla del comedor para poder encaramarme al armario, pero aún empinándome solo podía meter la mano por encima. Tanteando como estaba, encontré algo que no era la pelota. Cogí la caja de plástico, y al bajarla vi que era un VHS al que le habían quitado la carátula de papel, quedándose con un intrigante aspecto negro. Dejando la cinta encima de la cama, seguí buscando la pelota sin éxito.

Cuando bajé, muerta de curiosidad, fui al salón a ver qué película era esa que nunca había visto por casa, y preguntándome cómo se les podría haber caído tan para arriba.

En esa época, a diferencia de otros chavales, todavía era muy inocente e infantil; no sabía nada de sexo, y mucho menos de que hubiera gente que se se grabara haciendo eso. Mi idea de la concepción era totalmente teórica, sin ninguna implicación de placer físico: debía hacerse con una actitud parecida a la que yo hacía mis deberes escolares. Así que lo primero que sentí cuando vi a aquella rubia enculada en las escaleras de una casa, fue pánico.

Dos cuerpos desnudos, moviéndose de aquella forma, sus caras, aquella enorme cosa perdiéndose en el cuerpo de la mujer, los gritos… Permanecí unos minutos atónita, sin mover un pelo, mirando como ahora era el señor el que se sentaba en un escalón, y la señora a su vez encima suyo, ensartándose nuevamente por el culo. Toda yo temblaba como una hoja otoñal. Mi infancia estaba llegando definitivamente a su invierno.

De repente, el terror más absoluto: ¿y si entraban mis padres ahora mismo? Corrí como un rayo a echar la tranquilla de la puerta de entrada, regresé al salón, quité la película y la volví a dejar encima del armario. Después de eso las preguntas. ¿Qué hacían esas dos personas exactamente? ¿Porqué por el culo? ¿Porqué tenían eso mis padres? ¿Les gustaba, era bueno? No tenía ni idea, pero una sensación de certeza me recorría: no debí haber visto eso. Si no, no lo tendría ahí arriba.

En estas estaba cuando llegaron mis padres, que me vieron rara. Estaba absolutamente segura de que lo sabían, de alguna forma se habían enterado. Cada vez que me llamaban temblaba, porque sería de eso de lo que querrían hablar, seguro. Me iba a caer una buena. Desde luego, nada de eso pasó, pero apenas dormí esa noche, totalmente excitada con lo sucedido, y torturándome con la pelota que seguía ahí arriba, las huellas de mis dedos en el polvo acumulado en la carátula, en la cinta sin rebobinar. Me iba a caer una buena.

La tarde siguiente, al volver del colegio eché la tranquilla de la puerta nada más entrar. Cogí la escalera para recuperar el vídeo y la pelota, un poco más atrás de éste. Rebobiné la cinta aproximadamente hasta donde recordaba que había empezado a verla, sufriendo inocentemente por el segundo exacto. La volví a dejar en el armario y guardé la escalera.

Los días siguientes el miedo seguía por el tema de las huellas dactilares, imaginando a mi madre (no sé porqué ella y no mi padre) analizando la cinta con una lupa antes de cogerla. Desde luego, jamás volvería a tocarla. Por otra parte no podía dejar de hacerme preguntas de todo tipo que no podía responder. En esa época internet era un rumor, y no podía empezar a preguntar cosas a mis amigas, ya que lo lógico era que no me hablaran más por guarra y se chivaran a mi madre.

Nada volvió a ser lo mismo. Ya no estaba sola en casa por las tardes, estaba la cinta ahí. De camino a casa ya podía notar su presencia, cada vez más cercana y casi insoportable cuando estaba en el salón y no daban nada en la tele. Aún así, creo que tardé un mes o dos en volverla a coger. Poco a poco fue haciéndose rutinario, aunque nunca estaba más de 15 o 20 minutos viéndola. Mis medidas de seguridad eran echar el pestillo, dejar la cinta en el mismo segundo de siempre (sólo una vez, al cabo de los meses, la encontré una media hora más adelante de lo normal, lo que me aterrorizó por unos días más), y quitarle cuidadosamente todo el polvo para que no se vieran mis huellas, sin pensar lo raro que pudiera resultar que una cinta que lleva 6 meses en lo alto de un armario no tenga ni una mota de polvo.

El contenido de la cinta lo recuerdo vagamente. A la rubia de la escalera la tengo grabada a fuego, y luego había más escenas sueltas, sin hilo argumental. Los crepados de los ochenta, grandes pechos y sobretodo sexo anal. Sólo en una escena había sexo vaginal, pero enseguida cambiaban a la puerta trasera. Y otra de dos mujeres, que me dejó totalmente perturbada, que obviamente acababan introduciéndose dedos y objetos por el ano.

Esto dejó mi mente confundida por bastante tiempo, aprendiendo lo que significaba follar, encular, mamada, vibrador, correrse (aunque esto lo asocié durante un tiempo a la eyaculación), coño, polla, huevos… Ya que todo giraba en aquella película entorno al sexo anal, creí firmemente que era porque las mujeres no querían quedarse embarazadas, ya que en la escuela nos dieron una charla sobre sexualidad y me fijé en que ninguno de los hombres llevaba condón. Más o menos un año más tarde, de colonias con el colegio, un chico me dio un motivo de refuerzo, discutiendo entre varios chicos y chicas sobre sexo, como empezaba a ser habitual en este tipo de salidas. Una de las chicas insistía en que las mujeres no podían hacerlo antes de casarse, porque dejabas de ser virgen (sí, a mediados de los noventa, pero supongo que hay familias y familias…), a lo que el muchacho le respondió que por el culo se podía, y seguías siendo virgen. Todos rieron y le llamaron guarro, recriminándole por lo asqueroso que debía ser.

A mí no me pareció asqueroso. Por aquella época hacía meses que me masturbaba.

Recordar con detalle cosas que una hizo hace tanto tiempo no es fácil. Recuerdo la primera masturbación en el sofá, con los pantalones y las bragas en los tobillos. Había sentido ya “cosquillas” en la ducha, pero era algo totalmente casual, y sin entretenerme más de unos segundos. Aquella primera vez, en cambio, fue totalmente a conciencia.

La humedad y contracciones que sentía desde hacía tiempo se volvían extremadamente intensas cuando cerraba las piernas con fuerza, o apretaba la vulva con la palma de la mano, por encima de la ropa. Inevitablemente, acabé metiendo la mano por dentro, multiplicándose la sensación. La ropa estorbaba, así que me baje primero los pantalones, en un par de minutos las bragas, y mientras me sobaba alocada y desacompasadamente frente al televisor, me corrí. Quedé desmadejada unos minutos, sorprendida, confundida, pero totalmente segura de algo: jamás me había sentido tan bien. Cuando fui recuperando la compostura, recuerdo haberme olido los dedos, extrañada.

A partir de ese momento, el recurso de la película no fue tan constante, y mis masturbaciones, casi diarias. Prácticamente todos los días, era lo primero que hacía al volver del colegio. A medida que pasaba el tiempo, fui perdiendo los temores a ser descubierta, y a sentirme bien con lo que hacia. Me creía más mayor, más madura, distinta a las demás chicas, y mucho más segura.

A temporadas dejaba de hacerlo, para volver con fuerza durante unos días, a tres o cuatro pajillas diarias, y luego coger un ritmo más normal. Aprendí a hacer el mínimo ruido cuando me masturbaba con mis padres en casa, abriendo el grifo cuando lo hacía en el baño, o boca abajo en mi cama por las noches, mordiendo la almohada, por si se me escapaba algún gemido delator.

De las primeras puramente físicas, recreándome en las sensaciones, fui pasando a crearme locas fantasías, en las que era sodomizada por un chico mayor del colegio, o chupaba ansiosamente las pollas del actor o grupo musical de turno. En estas últimas, me metía tres dedos en la boca a modo de polla, que intentaba mantener inmóviles para obligarme a mover la cabeza, y lamerlos de arriba a abajo.

En esa época, empece a dejar de ir con mis padres a todas partes, y quedándome sola los fines de semana cuando se iban a comer o a cenar con amigos, al cine… Eran esos momentos cuando me sentía lo suficientemente tranquila como para poner mi película y entregarme a largas sesiones masturbatorias, desnuda, estirada sobre mi albornoz para no dejar manchas en el sofá. El absurdo miedo al embarazo y a perder la virginidad en un acto onanista, hicieron que fueran pocas las veces que me hurgara en la vagina con algún dedo, y jamás me introduje nada. Pero al cabo de un tiempo empecé a sentir la necesidad de meterme algo en el cuerpo.

Y los rotuladores gruesos, esos de subrayar, fosforescentes, fueron la primera opción, y por supuesto, por el culo; antes incluso que un dedo. Los chupaba bien, y masajeaba el esfínter con dedos bien ensalivados, y procedía a meterme el rotulador. la nula dilatación y escasa lubricación lo hacían doloroso al principio, y molesto hacia el final, pero los estruendosos orgasmos que conseguía, mucho más intensos que con las caricias, hacían que no me echara atrás.

Lo que si empezó a no gustarme era cuando los manchaba, y por más que lavara el rotulador, el olor a mierda quedaba como impreso durante un par o tres de días. Una de esas tardes, el olor me empezó a cortar el rollo, así que, desnuda como estaba, me dirigí a la ducha a lavarme bien. Gradué el chorro de la alcachofa de la ducha para que saliera estrecho y con fuerza, ya que el agua más repartida apenas hacía nada. En cuclillas, tuve que apretar bien el chorro en mi culo para conseguir que entrara, produciéndome una extraña y contradictoria sensación. Solté el agua sucia y con pequeños restos de excrementos y repetí un par o tres de veces, hasta que el agua salió totalmente limpia. La sorpresa me la llevé al llevar mis dedos al culo: estaba totalmente abierto, como una flor, pero mis dedos no entraban sin ocasionar molestias. Escupí en ellos abundantemente, y me metí un dedo, dos, tres… Jugueteé admirada con mi culo, lo estiré, movía los dedos como haciendo cosquillas por dentro, y empecé a meterlos y sacarlos. Para esos momentos, me sentía más cachonda que en toda mi vida, y me masturbaba frenéticamente con mi mano izquierda mientras metía cada vez con más fuerza y velocidad los tres dedos en mi culo. El orgasmo casi hace que me cayera. Me sequé como pude y volví al salón, donde me masturbé de la misma forma, pero frente al televisor, estirada, con las rodillas en mi pecho.

Poco a poco fui conociendo mi cuerpo, mis reacciones, cómo se comportaba mi culo. Me estrujaba las tetas, cada vez mayores y cada vez menos dolorosas, me lamia los pezones, y empecé a usar todo tipo de cosas en mi culo. Pasaron los mencionados rotuladores, zanahorias (me encantaba que se fueran agrandando poco a poco, pero el terror de que se rompieran en mi interior, cosa que nunca pasó, hizo que no las usara a menudo), velas (mi objeto preferido, durante bastante tiempo tuve una guardada en el escritorio de mi habitación), y un bote de desodorante cuando me sentía aventurera. En unos meses, sabia qué cosas de casa estaban descartadas como lubricantes y qué otras eran útiles, ya que aguantaban más tiempo la lubricación y no me daban escozores. Alternaba entre algunas cremas, margarina, mantequilla, aceites… Todo para que no resultara demasiado sospechoso que se agotara tan rápido.

La época más frenética en cuanto a mis masturbaciones anales fue al acabar el curso. Un mes sola en casa todo el día (obviamente menos cuando quedaba con amigas, que desconocían completamente mis solitarias aficiones) me sirvió para andar desnuda casi todo el tiempo, metiéndome de todo, y probando distintos lugares de la casa y posturas: colocando una vela o el desodorante en una silla y empalarme, para saltar mientras me frotaba el clítoris, de rodillas, de pie contra la pared…

Fue en esos días cuando mis fantasías de ser forzada por uno o varios chicos se hicieron más intensas. Me imaginaba inocente y virtuosa, muy enamorada de un chico que, con engaños, me llevaba a su casa, donde estaban esperando sus amigos, y me obligaban a chupársela a todos, para después casi arrancarme la ropa y follarme el culo violentamente por turnos mientras otro me follaba la boca, a pesar de mis quejas y súplicas. Supongo que era una manera de decirme a mi misma que nada de eso estaba mal, ya que no era culpa mía. Días después, estaba en el coche con mis padres, como cada año, a punto de pasar un mes entero en el pueblo.

Un día después de llegar al pueblo me di cuenta de que todo era distinto, algo que ni siquiera me había planteado: mi aspecto no era el mismo que el de otros años. Mis pechos se apretaban en las viejas camisetas del año pasado, y se mostraban sugerentes en los escotes de las nuevas. Pese a llevarme un par o tres de años de diferencia, la pandilla de los chicos más mayores, a los que conocía más por ser los hermanos mayores de mi pandilla habitual que de un trato de tú a tú, enseguida mostraron interés en mí.

Para una adolescente, eso supone un subidón de ego increíble, cuando lo que más deseas es sentirte mayor, y que los demás te vean así también. Sin ningún tipo de remordimiento, apenas me saludaba con los chicos de siempre, y un par de chicas de mi edad y yo nos incorporamos encantadas a la peña de los mayores.

La sensación que una tiene cuando se va lejos de casa es que puede hacer lo que quiera. Puedes representar un papel, fingir ser alguien que no eres, cómo te gustaría ser en realidad, o más bien, fingir que eres lo que crees que los demás quieren que seas. Con un tonto sentimiento de estar ahí “de prestado”, que cualquier flaqueza me pondría al descubierto como la cría que era, en unos días estaba dando mis primeras caladas a un cigarro y probando el gusto amargo de la cerveza.

Nos reuníamos al atardecer un grupo de cinco chicos y tres chicas en una especie de caseta que había en los terrenos del padre de uno de ellos. Solos, de noche y sintiéndonos lejos de todo y sentados en un par de colchones en el suelo, las chicas nos dejábamos llevar por todo lo que se les ocurría. Hablábamos de sexo, sobretodo ellos, que nos explicaban toda clase de experiencias que aseguraban habían tenido. Fumábamos, aunque yo sólo me atreví con cigarrillos, y cogí mi primera borrachera. Y mi segunda, mi tercera…

El segundo día de botellón de cerveza propusieron el juego de la botella. Ya jugué a eso en las últimas colonias con el colegio, pero no pasamos de simples picos. Esta vez fue más serio. El alcohol y el hecho de que ellos no eran niños, hicieron que nos acabáramos enrollando todas con todos. Supe lo que era un beso con lengua, más brutal que otra cosa, húmedo, y estarse morreando con alguien (o varios) durante horas, haciendo pausas solo para beber un poco más, y seguir. Que me metieran mano, me estrujaran el pecho como si estuvieran amasando pan, agarrándome el culo. Yo me dejaba hacer, totalmente turbada y excitada, y al principio solo me dejaba por encima de la ropa, pero pronto metieron la mano debajo de la camiseta y apartaron el sujetador. Sentir las manos sobre mi piel, mis pechos, pellizcándome los pezones, bajando más tarde por la espalda y meterse dentro de mis pantalones, y después de mis bragas, para tocarme el culo, cómo restregaban el paquete con fuerza sobre mi coño… me encendía de una manera extrema. Me sentía aliviada de que no intentaran meterme mano en la entrepierna, a esas alturas totalmente empapada.

Tenía suerte de que, cuando volvía a la casa de mis padres, ellos normalmente estaban fuera con otros matrimonios o familiares, o estaban en el salón varios de ellos. Saludaba entonces escuetamente, intentando disimular el pedo que llevaba encima, y corría escaleras arriba al baño, a hacerme las pajas más cortas en meses, ya que era tan grande la excitación que con un par de restregones me corría irremediablemente.

Jugamos también al mítico “Verdad, acción o beso”. Borrachas perdidas, no teníamos ningún recato en hacer cualquier extravagancia. Calvos, enseñar los pechos, bajarles la bragueta con los dientes (aún recuerdo cómo me dio vueltas la cabeza). Y nos atrevíamos a pedirles cosas, como que se bajaran los pantalones y calzoncillos, mostrando, el que menos, una polla morcillona, lo que creó un tenso silencio entre las chicas por unos momentos, sorprendidas y estupefactas. Todo eran risas y cachondeo. Creíamos que ese era el mundo natural de la gente joven, algo que los adultos no tenían ni idea, y eso nos hacía sentir realmente bien. El momento más tenso fue la primera vez que nos hicieron besar entre nosotras. Empezamos tímidamente, pero al cabo de unos días nos enrollábamos entre nosotras con la misma pasión que con los chicos. Me calentaba la suavidad de sus bocas y su lengua, y notar sus pechos contra los míos. Acabé incluso tocándoles los pechos por debajo de la camiseta, cosa que vitorearon lo chicos, y aunque ninguna de las dos me tocó jamás, dejaban que yo lo hiciera.

El alcohol me ayudaba a hacer todo eso, que sin duda disfrutaba, pero nuestra cara durante el día, en la calle, no era en absoluto la misma que por la noche en la caseta. Empecé a sentirme sexy (o lo que yo creía que era ser sexy), que me iba a comer el mundo, que podría hacer cualquier cosa, lo que me diera la gana, porque nada malo podría pasarme.

Unos días antes de volver a casa, me encontré con Raúl, uno de los chicos de la pandilla, que me propuso ir a bañarnos al río. Era mediodía, y entre las siestas y otras cosas, nadie más venía. En unos minutos nos estábamos bañando, y poco después enrollándonos en el agua. Recuerdo lo excitante y distinto que fue. No estábamos en la caseta, ni borrachos, ni de noche, ni con nadie más. La excitación que producía estar al aire libre, en un sitio donde cualquiera nos podría encontrar era increíble. Esa fue la primera vez que alguien chupó mis tetas, y mordisqueó mis tiesos pezones.

Se convirtieron esos encuentros furtivos en algo diario. Por la noche, todo igual: cigarrillos, muchas cervezas y todos con todos, pero ahora nos cruzábamos miradas, y sus besos sabían distintos. Por el día, poco a poco fui descubriendo como era una polla. El bañador hacía que constantemente notara sus erecciones, que restregaba con fuerza por mi entrepierna. Cuando me atreví a tocársela, sentí que el corazón se me salía por la boca, pero fue como un imán. No pude quitar la mano, ni parar de cogerla, apretarla… Tremendamente excitante, pero tremendamente torpe. Me parecía que era la mejor y mayor polla del mundo. Muy excitado y supongo que cansado del ritmo irregular, puso su mano sobre la mía y me empezó a marcar el ritmo, aún por encima de la ropa.

Al día siguiente fue cuando, estando yo ya sin el sujetador del bikini, le bajé el bañador y pude vérsela de cerca. El miraba divertido como se la examinaba, dura y amoratada, cómo le subía y bajaba el prepucio, lo descapullaba… Le hice una paja. Masturbé esa barra de carne dura y caliente mientras lo besaba con fiereza, metiéndole mi lengua en la boca como si quisiera ahogarlo, hasta que se corrió. No me atreví a abrir los ojos y ver cómo escupía su semen, que se derramó por mi mano, y nos salpicó a ambos, por el vientre y los pechos.

Al día siguiente sí me atreví, quedando tremendamente excitada de ver aquella “cosa” palpitando, morada, como si fuera a estallar, sacando chorros de ese líquido viscoso y blanquecino. Fascinada, le unté la polla con su semen, pegajosa y morcillona se me escurría entre los dedos. Me moría por conocer su olor, su sabor, así que me incline hasta quedar mi nariz rozando los pelos de su pubis. De repente, en tono divertido, me dijo:

– Mira, ¡me has dejado perdido! Deberías limpiármela un poco -y su mano se posó en mi nuca, empujando suavemente hacia abajo. Con una sensación de vértigo y excitación, abrí la boca y chupé. Chupé y lamí golosa, atropelladamente, hasta que Raúl me volvió a marcar el ritmo, empujándome su polla más adentro de mi boca con sus caderas, y aguantándome la cabeza, primero con una mano, luego con las dos, como si creyera que me iba a apartar. El intenso sabor del semen que rodeaba la polla me dejó un gusto confuso: entre amargo y salado, no muy agradable, pero hacía que me excitara aún más. La notaba suave, caliente y blanda en mi boca, me entretuve repasándola con la lengua, mucho más sensible al tacto que los dedos, el frenillo y cada vena que la cruzaba. Poco a poco se fue endureciendo de nuevo, y Raúl se fue descontrolando, empezando literalmente a follarme la boca. Me imaginé a mi misma, sobre una toalla entre la maleza, tan sólo con la braga del bañado puesto, y un chico follándome la boca, follándomela con su polla, con su polla manchada de semen. Me embargó una sensación de vergüenza el hecho de que me excitara eso, y cerré los ojos con fuerza. Él me dejaba apartarme de vez en cuando, cuando sus arremetidas me provocaban arcadas y necesitaba toser y respirar. Cuando me sentía mejor, simplemente abría la boca para que siguiera. No tardó mucho en escupir de nuevo, esta vez dentro de mi boca. Se movía tan violentamente, el sabor era tan fuerte y tenía la boca tan llena de saliva y semen, que me lo tragué.

Llegué a casa esa tarde extremadamente excitada, ya que Raúl limitaba sus atenciones a mis pechos, pero nunca se acercó a mi empapada y palpitante vagina. Corrí a aliviarme al baño, rezando por que nadie notara ese olor tan peculiar que ahora tenía mi aliento, y que los pegotes resecos en vello de mi brazo no hubiera llamado la atención de dos vecinas que me crucé.

Me masturbé con el sabor de su semen todavía en mi boca, casi sintiendo aún su polla entrando y saliendo, cómo me la empujaba adentro, sus manos tirando y empujando de mi pelo… Tuve un orgasmo intenso, que tuve que sofocar mordiéndome una mano, y que me dejó mareada. Pero, contrariamente a lo que pensaba, no me sació.

Me había comido una polla, había tragado semen, estaba como en una nube, y sólo tenía ganas de más. Esa noche, borracha de nuevo, me enrollaba ferozmente con Raúl en la caseta.

– ¿Te gustó? ¿Te gustó lo de esta tarde? – le susurré al oído.

– Mucho – contestó, casi con vergüenza. Eso me hizo sentir más fuerte y segura.

– Pues estoy deseando que te desabroches el pantalón, ¿sabes?

Él se me quedó mirando, y miró discretamente a los demás, que se enrollaban, bebían y hacían cachondeo. Me volvió a mirar sonriéndome, y empezó a quitarse el cinturón. Por las exclamaciones y ruido que hicieron, creo que los demás se dieron cuenta de lo que pasaba cuando ya la tenía en la boca, y Raúl me empujaba la cabeza con fuerza. Miré fugazmente, y vi una docena de ojos fijos en mi, en mi boca, mi boca chupando polla, entre estupefactos y excitados. Fue la primera vez que me sentí una guarra, una puta, estar haciendo eso delante de todos.

Al rato, inevitablemente, Raúl se corrió en mi boca, y yo me lo tragué y me incorporé, limpiándome los restos de mis labios y mi barbilla. Las otras dos chicas estaban mamando entre las piernas de dos de los demás. Me sentí como orgullosa, importante, por haber sido la primera en hacerlo, y por que ellas lo estaban haciendo ahora porque yo había empezado. Uno de los dos chicos que estaban solos, creo que era Germán, cerveza en mano y flipando, me miró interrogativamente, haciendo un gesto de bajarse la bragueta. Miré a Raúl, que me sonrió, así que me dirigí a él, me arrodillé y le ayudé a sacársela. Le di un buen trago a la cerveza antes de ponerme a chupar.

No recuerdo muy bien el tamaño ni forma de su polla, porque las cuatro noches siguientes, antes de volver a casa, las tres chicas se las mamamos a todos. Después de comer, mamada a Raúl entre la maleza, corriendo a casa, pajilla, cena y a comer polla a la caseta. Y repitiendo, porque al ser la única que no escupía el semen, parece que les daba más morbo conmigo. Aunque las demás no es que se quedaran cortas chupando. Y al volver a casa, con el coño empapado, la mandíbula casi desencajada, con el estómago lleno de semen y cerveza y gusto a leche en mi boca, me volvía a masturbar.

Curiosamente, cuando volví a Barcelona no me sentía mal, ni añorada ni siquiera por Raúl. Una especie de ataque de ego me hacía sentir en plan: “tíos, preparaos porque ya llego”.


El autor: dudestime

I am a testing unit, please use my profile so we can fill out empty spaces. I like apples and oranges.


0 Comentário

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *